Eduviges



Abraham Aguilar 

*Cuento participante del Segundo Encuentro Universitario de Escritores Jóvenes de Morelia (Mayo, 2018) 


Cuando la anciana salió de su casa un chico en patineta estuvo a punto de arrollarla. Masculló una maldición y luego avanzó hacia la iglesia donde las campanas anunciaban la misa de doce. Tras ella, y en completo silencio, vio a su marido con quien había compartido los últimos cincuenta y dos años de vida. Al arribar a la plaza del pueblo, los recuerdos en la mente de Eduviges se hicieron presentes y la nostalgia la invadió.
Con un nudo en la garganta, volteó a ver a su esposo y le dijo: —¡Oye, viejo, hazme caso! Se me hace que recuerdo cuando te conocí… ¡No pongas esa jeta! Ey, sí, sí, aquí merito: era un quince de septiembre por la noche. —La mujer, sentándose en una de las bancas de la plaza, miró su reloj y comprobó que aún faltaban veinte minutos para que la misa comenzara—, ¿Tú recuerdas algo, viejito? —preguntó pero el hombre no emitió ningún sonido como respuesta. Ella esbozó una desnutrida sonrisa y miró al frente.
Mientras unas monjas colocaban su puesto de dulces al lado de la puerta principal de la iglesia, Eduviges recordó lo acontecido aquella noche de septiembre, a sus diecisiete… quizá dieciocho años. Pero también se acordó del calvario que vivió con su remilgosa madre ¡sabrá Dios cuantos años!
—Tú siempre vas a estar conmigo, Eduviges —le había dicho aquella mujer cuando Eduviges era tan solo una niña—. ¡No dejaré que te cases, mija! Bien sé cómo son los hombres de traidores y mentirosos. Sí. ¿Me oístes, mija?
—No, amá.
—¿Cómo que no? Mija, ellos son desgraciados y embusteros. ¡Míranos! Tu apá nos dejó a la buena de Dios. ¡Sí, todos son iguales! ¡No quiero que te lastimen! —Y esas palabras se quedaron en la mente de la chiquilla como una marca de fuego.
Sin embargo, y yendo en contra de los designios de su madre, la idea del matrimonio vino a Eduviges desde que despertó en ella el interés por los hombres. Mayúsculo era su deseo por casarse cuando veía la felicidad que irradiaban las novias del pueblo, esas que marchaban afuera del templo de San Nicolás rodeadas por un desfile de aplausos y arroz. Eduviges deseaba, algún día, llegar frente al santo de mirada benevolente ataviada con un hermoso vestido blanco. Aunque, para eso, primero tendría que conseguir algún chico que se interesara en ella; lo cual era difícil, considerando que su madre no la dejaba salir sola a la calle.
En dado caso de que encontrase al hombre de su vida, Eduviges pensaba escaparse de su cuarto y verlo por las noches. Pero el hombre que buscaba parecía no existir más que en sus fantasías nocturnas, cuando lloraba por su soledad y por los constantes golpes que recibía de su madre, como un castigo por cualquier tontería o por cualquier quehacer no cumplido.
Aquel quince de septiembre, Eduviges terminaba de trenzarse el cabello cuando imaginó el rostro de su hombre perfecto. Mientras limpiaba sus zapatillas de charol, pensó que  tal vez esa noche podría conocer al amor de su vida de entre los muchachos que acudían a la celebración. Agarrada del guante de su madre, y con una extraña emoción, salió a la empedrada calle. En el cielo tronaban los cuetes mientras la gente de los ranchos empezaba a llenar de bullicio las esquinas. Dos chicos a caballo les silbaron a Eduviges y a su madre. Esta última agarró más fuerte a su hija para evitar siquiera que los mirase. Los muchachos dijeron cosas que Eduviges no pudo oír y luego se alejaron, desvaneciéndose en las sombras de la noche junto a sus fuertes carcajadas.
—¡Ey! Recuerda lo que te dije, chamaca: todos los hombres son igual de mentirosos y embusteros. ¡Nunca te valgas de ellos, Eduviges! Nomás te hablan bonito pa' ilusionarte. ¿Y luego qué? ¿Y luego qué hace una con eso que se siente aquí, en el pecho? ¡Puro dolor! Nomás eso. Puras mentiras. Hazme caso, no quiero que se aprovechen de ti. Contimás ahorita que estás creciendo y que ellos nomás están a la espera de que una se descuide...
—Sí, amá' —respondió la muchacha a regañadientes, manteniendo siempre su vista al frente.
Cuando llegaron a la plaza, banderas tricolores pendían del kiosco mientras una banda musical hacía sonar sus instrumentos desafinados. Eduviges se sentó al lado de su madre, en una de las bancas más próximas a la tarima en la que el presidente daría el grito de independencia.
Las horas siguientes pasaron en calma, pero Eduviges seguía percibiendo esa sensación de nerviosismo en su estómago. Llegó un momento donde sintió que alguien la miraba desde el fondo de la plaza, pero no estaba del todo segura. Entonces giró su vista y captó una figura oscura entre los geranios y las camelinas. Poco a poco la sombra fue bañándose de las luces hasta adquirir forma. En ese instante, las manos le sudaron a Eduviges y un rayo de ansiedad atravesó su espalda.
—Amá… ¿Usté' me dejaría ir a comprar unos buñuelos? —preguntó, presintiendo una respuesta negativa. Por sorpresa, la madre asintió brevemente con la cabeza antes de que la muchacha se levantara súbitamente, dirigiéndose al puesto de buñuelos atendido por una anciana de aspecto cadavérico.
Mientras caminaba, volteaba hacia todos lados intentando buscar, entre la multitud, a aquel hombre que la estuvo mirando. Pero no tuvo suerte. Entonces oyó en su mente una débil voz: los hombres son mentirosos, no lo olvides, Eduviges… Y las heridas de sus golpes en la espalda comenzaron a arder. Compró un buñuelo de mala gana y, derrotada, se dispuso a volver al lado de su madre.
De repente, una mano se alargó hacia ella entregándole una rosa roja. Al ver al joven que le daba tan singular detalle, Eduviges no pudo evitar sonrojarse. ¡Era él! Era el chico que la había estado mirando. Parecía traer ropa nueva y despedía un olor dulzón a tierra mojada… como de esa tierra que acaba de ser sembrada en las faldas del monte.
Aquel fue el primer acercamiento que ella tuvo con Eugenio. Fue el preludio de una duradera relación, marcada por las pláticas de contrabando que evitaban los regaños y los golpes de la madre. Cuando el pueblo dormía, Eugenio llegaba a la puerta de Eduviges para verla a través de una rendija, degustar sus palabras y olfatear su calidez. A veces le regalaba flores que nunca se marchitaban o le cantaba canciones que él mismo componía. Eugenio era todo lo que Eduviges se imaginó: era el hombre perfecto para ella. Soñaba con ser su esposa. Soñaba con tenerlo siempre a su lado. Y así pasaron más de treinta soles: entre charlas secretas y el temor a que la madre los descubriera.
¡Los hombres son mentirosos! —repetía una voz en la cabeza de Eduviges cada amanecer—. ¡No confíes en ellos! ¡Engañan y maltratan! No les hables, no los mires…
—¡No! ¡No! ¡No! —murmuraba ella todos los días, intentando apagar esa voz—. Eugenio no es como los demás. —Y se levantaba a hacer sus quehaceres.
Una noche de diciembre, la madre de Eduviges escuchó murmullos viniendo del pasillo; salió y se percató que su hija estaba parada en la puerta, cuchicheando algo hacia la calle. Avanzó quieta y silenciosamente hacia Eduviges; la jaló del hombro y la hizo verla a los ojos.
—¿Con quién hablas? —masculló la mujer con tono violento.
—Con… con nadien, amá —respondió la muchacha.
La mujer abrió la puerta por completo y se encontró con la soledad que imperaba en la calle.
—¿Estás loca?
—No, amá… lo juro por Dios.
Pero ni la señal de la cruz, que hizo con sus dedos, la salvó de los azotes por salir de su cuarto en plena madrugada. No eran los primeros golpes que recibía, y sabía que tampoco serían los últimos: la madre de todo se enfadaba. Desde ese momento temió ver de nuevo a Eugenio por la rendija de la puerta. Dos noches después del año nuevo, Eduviges descubrió que en la pared de su jardín trasero había una rendija que daba a un terreno baldío; y desde entonces aquel fue el nuevo sitio por el que siguió hablando con Eugenio.
Para ella el tiempo no transcurría, no así para su cuerpo. A sus treinta años seguía viendo a Eugenio por aquel boquete en la pared, aun cuando la madre ni de la cama podía pararse a causa de la vejez. Incluso en ese estado, la mujer le seguía diciendo que los muchachos eran unos mentirosos y que no permitiera nunca que se aprovecharan de ella; que mejor se quedara sola. Pero ella sabía que no lo estaba, tenía a su Eugenio: ese hombre que no envejecía y que la visitaba cada noche, desde hacía doce años. ¡No faltaba mucho para su boda! ¡Ya la estaban planeando! Ella se imaginaba vestida de blanco cruzando la puerta de la iglesia; luego, podrían irse a vivir al rancho, o quedarse en el pueblo y ponerse algún negocito.
Con paso de los meses, la madre de Eduviges murió a causa de la vejez y entonces no hubo impedimento para que Eugenio se mudara a la casa. Eduviges estaba feliz por al fin vivir con el hombre de su vida, y por terminar con ese martirio al que su madre la había encadenado. Solicitó la ayuda del cura para casarse con Eugenio cuanto antes, pero el sacerdote la tachó de bruja y de loca; le arrojó agua bendita, cual doncella poseída por Satanás.
La gente, en la calle, se burlaba e insultaba a Eduviges por seguir el instinto de su amor. Sin otro remedio, tuvo que enclaustrarse en su casa decidida a no salir a menos que fuera muy necesario. ¡No necesitaba a la gente! ¡No necesitaba a otra persona más que de Eugenio! Él era todo para ella y ahora lo tenía más cerca que antes.
Sobrevivía con base en lo que su huerto y su pequeña granja avícola le proveían; si se enfermaba, acudía a las plantas medicinales que la odiosa de su madre le había heredado en el jardín trasero. Pero los meses se fueron y el polvo del tiempo cubrió a la mujer.
Mucho después, cuando finalmente decidió salir de casa, su pueblo había cambiado por completo: coches en lugar de carretas marchaban por la avenida pavimentada; casas de concreto sustituían a las de adobe y los techos, que antes eran de dos aguas y cubiertos de tejas, eran ahora planos e insípidos.
Entonces Eduviges, sentada en la plaza a sus ochenta y dos años, salió de sus recuerdos sonriendo. Se sentía extraña en ese nuevo lugar, como si ella no perteneciera más a aquel sitio. La gente la miraba con repudio, con asco. De repente, giró el rostro hacia su esposo que se mantenía estático y callado. Él seguía siendo joven: el tiempo no le había hecho efecto.
—¡Viejo, no has hablado desde que salimos! —susurró Eduviges tomándole la mano—. ¿Te comieron la lengua los ratones? ¿Ya no te gusta el pueblo? —No obtuvo respuesta—. ¡No te apures! A mí tampoco me gusta, eh. Oye, Geñito, ¡se me acaba de ocurrir algo! Estoy pensando en que vayamos con el cura para que nos case de una buena vez. A lo mejor este sí nos quiere casar. No creo que sea el mismo hombre que me dijo loca y que me aventó agua bendita. Sabrá Dios que le dijo a la gente que me ven tan feo desde entonces… ¡Ah, ni quién ocupe de la gente! Lo bueno es que te tengo a ti. —Y empezó a reír, llamando la atención de algunas personas.
Fue en ese momento cuando dieron la última campanada para la misa de las doce. La mujer se levantó y, con sus manos carcomidas por el tiempo, alisó su falda sucia. Avanzó lentamente hacia la iglesia con una horda de pichones sobre su cabeza. Miró de reojo a Eugenio que iba siguiéndola con pasos lentos. Eduviges empezó a contarle cómo se imaginaba su vestido de novia y qué comida quería ofrecerle a los invitados.
—Oye, papá… —dijo un chiquillo señalando a la anciana—, ¿Por qué esa mujer va hablando sola?
—No lo sé, mi amor —le respondió el padre—. ¡Está loca!
Y quizá tenía un poco de razón, porque Eugenio solo había sido real en la mente de la mujer. Sin embargo, Eduviges no les prestó atención, pues iba emocionada rumbo a la iglesia escuchando al fin la marcha nupcial de su boda.


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