Cuando las ánimas bajan
Abraham Aguilar
—Sí, eso me dijo, que vio al
Gabriel como por estos tiempos de secas. Que venía bajando por el cerro una mañana de esas donde hay harta neblina.
—No
papá, no le creo —dije—. ¿Cómo pudo verlo mi abuelo si el Gabriel murió hace
casi diez años? Ya ni yo me acuerdo de él. —Saqué otra mazorca de las hojas y
la eché en el guangoche.
—Pos
yo no sé. Según tu abuelo, Gabriel venía en medio de la niebla y que se paró a
saludarlo. Tu abuelo decía que su voz era como lejana, como si solo fuera un resuello.
Ya ves que cuando va a llegar noviembre las ánimas bajan del cerro. La niebla
viene con ellas.
—Yo
no creo en espíritus —le dije, vaciando mis mazorcas en el costal. No volvimos
a hablar de eso en toda la tarde. Cuando llegué a la casa, fui al arrollo que pasaba por
atrás de la casa y me di un baño. Mientras estaba en el agua, pensé en Gabriel
y en mi abuelo. Quiera Dios que Papá Chuy no ande penando como esas otras
ánimas. Mi abuelo murió libre de pecado y yo creo que sí puede descansar en
paz. Todavía recuerdo su velorio hace unas semanas. ¡Ya estaba viejito! Últimamente
nomás estaba sentado en el patio con Capulín, el perro, a sus pies. Se la
pasaba hablando de cuando era joven; también de cuando conoció a mi abuela en
uno de esos trenes que salían del pueblo rumbo a México. Él nomás me oía llegar
de la parcela y volteaba la cara pa todos lados, buscándome: las cataratas ya no
lo dejaban ver. A veces estiraba la mano pa que me sentara
junto a él y escucharlo quejarse de su vejez.
—Tu
amá me contó que andas juntándote con los Rangel —me dijo antes de morirse de
viejo, pero se lo negué— ¡No te hagas, cabrón! Tu amá no miente, pero tú sí. Mira,
mijo, por ahí dicen que ellos se han metido a robar a la casa de los Gómez. ¡Hasta
cuentan que se llevaron unas vacas de los Morales y que las vendieron en
Morelia! Unos de San Antonio ya los traen entre ceja y ceja… Ándate con cuidado.
—Yo no me junto con
ellos. Además, ¿cómo sabes lo que dice la gente? Nadie viene a verte y hace
mucho que no te llevamos al pueblo. El único que te acompaña es el Capulín. —El
perro volteo a verme.
—¡Yo tengo mis modos! —Empezó a reírse y luego a toser—. Pero no
digas que no te juntas con ellos. ¿Y la Catalina qué? ¿No es de esa misma
familia?
—Sí, pero mi Catalina
es distinta… —Él se chupó las muelas.
—¿Distinta? Está
cortada con la misma tijera que sus hermanos. Yo digo que dejes de juntarte con
esos muchachos, hijo. No quiero que te pase algo por culpa de esos weyes.
Las aguas del río en el que me bañaba parecían
arrastrar aquella plática. Esa noche no dormí muy bien: escuchaba
pasos afuera del cuarto, como los de una procesión. Luego soñé con mi abuelo bajando
del cerro acompañado del Capulín. Me desperté antes de que el Sol saliera, fui
a darle de comer a las vacas y allí encontré a mi papá, tosiendo: se agarraba
el pecho como si se lo quisiera arrancar.
—Hoy no podré ir a la parcela. ¡Me duele re feo el pecho! Voy a ir al dotor. —Le dije que sí con la cabeza antes de dar media vuelta y andar rumbo al maizal. La niebla estaba por todos lados hasta que salieron los primeros rayos del Sol. Mi mamá llegó con la comida al mediodía: nos sentamos en los costales y empezamos a hablar de mi abuelo muerto; luego cambió de tema.
—Oye, ¿no te saliste
anoche a ver la Catalina?
—No, ¿por qué?
—Yo como que oí pasos
en el patio. Pensé que habías salido a las horas de la noche a ver a la
muchacha aquella —contó—. Hijo, yo como que pienso que esa mujer no te conviene.
No lo digo tanto por ella, la Catalina se ve que es bien hacendosa, yo lo digo
por los raterillos de sus hermanos. ¡No quiero que luego te traiga en chismes! Gloria
Gómez me contó que los hermanos de Catalina les robaron todos sus ahorritos.
—Yo no me junto con
ellos.
—Tu tío Felipe me dijo
que te vio un día tomando con ellos. —Me quedé callado hasta que se fue con los
platos sucios. El Capulín se largó con ella y me dejó solo. Cuando las campanas
de la misa de siete empezaron a sonar en el pueblo, dejé la parcela. Al llegar
a casa, me bañé y me cambié. Mi papá estaba acostado en su cuarto y desde allí
me ordenó que fuera a encerrar las vacas. Cuando lo hice, me di cuenta que
faltaba una de ellas junto con su becerrito, entonces empecé a buscarla por los
terrenos cercanos a la casa. Como no la encontré, salí a los caminos. Que me
perdone la Catalinita por haberla dejado plantada. Luego, ya oscureciéndose, me salí a buscarla por los caminos llenos de la niebla que bajaba
del cerro. Después de un rato me sentí perdido, hasta que me ubiqué
gracias a la casa de los Aguilar que vi cerquitas. De repente, de aquella casa oí un disparo,
luego otro… Las
luces de la casa se apagaron y dos sombras salieron como alma que lleva el
diablo. Una de esas me vio y corrió hasta mí.
—Cabrón… —Era
Jorge Rangel, el hermano de Catalina. Traía un costal en la mano y su hermano
cargaba otro—. ¡Llévanos a tu casa, pa
escondernos!
—¡Pinches perros del
mal! ¡Rateros! —gritó alguien desde la casa de los Aguilar—. ¡Los voy a matar, perros!
—¿A mi casa? ¿Por qué?
¿Qué andan haciendo?
—Tú obedece, pendejo
—Martín Rangel me jaló y me hizo correr por entre la niebla.
—Andan robando, ¿verdá?
—Me zafé de sus jaloneos.
—Eso no te importa,
pendejo. ¡Órale, córrele! ¡Llévanos a tu casa o aquí mismo te tronamos! —No supe
qué hacer y seguí corriendo con ellos.
Recuerdo que llegamos a
la casa y que el Capulín se les aventó a las mordidas. Le di una patada al
perro en la cabeza y les dije a los Rangel que se escondieran entre la paja del
establo, que allí no los iban a encontrar. Esa noche ni dormí. Cuando amaneció, fui al establo y lo encontré vacío; esos pendejos se habían ido.
—¿Qué andas haciendo?
—me preguntó mi papá cuando vio que andaba removiendo la paja—. ¡Nos falta una vaca!
Pero anoche en lugar de ir a buscarla te fuiste a ver a la muchacha esa. Voy a buscarla
yo y pídele a Dios que la encuentre. ¡Vete tú a la parcela! Te alcanzo después…
No le dije nada de los Rangel y me
dirigí al maizal; pero antes de llegar oí
unas carreras atrás de mí y luego sentí que alguien me jaló de la nuca.
—Pinche asesino.
¡Ratero! ¡Eres cómplice de los Rangel, cabrón! ¡Mataron a mi hija! —Era Mariano
Aguilar. Entonces me acordé de lo que pasó anoche y apreté los dientes. Sentí
un fierro helado en mi cuello: una pistola.
—¡No! ¡Yo no fui! ¡Lo
juro por mi mamacita santa! —rogué.
—¡No digas que no
fuiste tú! ¡Yo te vi corriendo junto con ellos! ¡Asesino, cabrón! Pero de aquí
no sales… —Y disparó. Las piernas se me hicieron de gelatina, mis ojos se
cerraron y sentí mi cuerpo cayendo por un agujero negro.
Cuando desperté me
sentía raro y había una neblina blanca por todos lados. Oí la voz lejana de mi
padre llamándome, y luego yo le grité, pero yo me oía mucho más lejos que él: como
si una barranca nos separara. Empecé a caminar entre la niebla en un camino era
cuesta arriba. Me encontré a un par de muchachas flacas que llevaban una vela y un
rosario cada una: no me saludaron pero oí que iban hablando de un tesoro escondido. Luego apareció un jinete armado hasta los dientes que me preguntó por su amada. Seguí caminando sin saber dónde estaba hasta que escuché unos rezos y, entre la niebla, apareció una procesión de mujeres que cargaban a san Nicolás de
Tolentino; les pedí ayuda pero me ignoraron y siguieron caminando. Detrás de ellas me encontré a mi abuelo.
—¿A ónde vas? —preguntó
Papá Chuy.
—A buscar quién me
ayude a llegar a la casa. Ando perdido —le respondí.
—Así andamos todos, mijo. Andamos perdidos buscando que alguien que nos ayude —dijo Papá Chuy—. Pero es mejor bajar que subir. Allá arriba no hay nada: solo desesperación y piedras. —Quise decirle algo pero Papá Chuy desapareció entre la niebla. Corrí tras él, ahora cuesta abajo, pero no lo alcancé.
Después de un tiempo corriendo cuesta abajo me encuentro a mi padre entre la niebla; parece tan perdido como yo desperté aquí. Me dice que ya pasaron treinta años de mi muerte, pero yo siento que tan solo pasaron unas horas; dice que mi mamá me llora todas las noches y que me reza cada que puede. Todos en el rancho piensan que fui cómplice de los rateros: a lo mejor por eso nunca saldré de esta niebla, porque los ayudé a esconderse y este es mi castigo.
—Hay que seguir caminando —le digo a mi padre, resignado—. Algún día tenemos que encontrar la salida.
Todavía no hemos llegado al final de la neblina: ya llevamos mucho caminando de bajada sin llegar a ningún lado; a veces oímos las lejanas campanadas de una iglesia o el llanto de mi madre saliendo de los árboles.
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