El ave de alas sangrientas
Cuento participante del Congreso Nacional de Creadores Literarios II, Aguascalientes 2019
Ya estás harto de conducir por la
carretera. Es primero de noviembre y los autos proliferan sobre el asfalto como
moscas caminando encima de un cadáver. Enciendes la radio y sintonizas una mala
estación local donde suena un noticiero conducido por una mujer de voz chillona;
entonces te percatas de que la nota en turno es sobre el pueblo donde creciste
y al cual regresas cada temporada de muertos.
—… el pasado octubre fue uno de los más
violentos de la historia, y el inicio del nuevo mes no es muy prometedor —anuncia
la conductora—. Esta mañana ha aparecido
otra persona sin vida y con las mismas marcas de violencia que víctimas
anteriores: al menos cinco apuñaladas en el pecho. La nueva víctima es un joven
de escasos veintidós años. Recordemos que desde septiembre se han presentado
estos crueles hechos y, hasta el Sol de hoy, no hay responsables por las
violentas muertes. Y, bueno, las investigaciones no han dado pistas que lleven
con el paradero del culpable, o de los culpables… —Nunca habías oído algo
parecido. ¿Un asesino en un pueblo tan pequeño? Subes un poco el volumen,
interesado en el tema, antes de vislumbrar las primeras casas. Recuerdas que
antes había techos de tejas, de los que ya no queda casi ninguno. La pintura de
cal fue sustituida por nocivas pinturas de colores extravagantes y tonos
irreales. ¿Cuándo cambió tanto el pueblo? Quizá la única casa que aún
guarda sus paredes originales, de adobe, es la que dejó tu madre antes de morir
hace casi cinco años. Ahora te arrepientes de haberla abandonado. A veces
sientes que debiste estar con ella, al menos, en sus últimas semanas de vida.
Recuerdas
cuando te marcó a las seis de la mañana, diciéndote que estaba en casa de su
comadre porque la diabetes la estaba matando poco a poco. Tú, estando lejos, no
te tomaste el tiempo de visitarla. Sabes que ella no solo murió con la compañía
de la enfermedad, sino también con el dolor de haber perdido a su otro hijo, tú
hermano, hace más de quince años en una balacera. Ya ni siquiera recuerdas la
cara de tu hermano, pero sí sabes cómo era el rostro de tu madre cuando
recordaba a su hijo muerto: sus ojos nublados por las lágrimas es algo que se
ha quedado guardado en tu memoria, como una marca de fuego que estará contigo
hasta el día del Juicio Final.
La
locutora te saca del ensimismamiento: —… familiares
y amigos de este joven, quien se convierte en la séptima víctima de un asesino
desconocido, están esperando el cuerpo
para darle la santa sepul… —Haces callar la voz de la mujer.
Entras
a la avenida principal del pueblo donde ya se amontonan los vendedores
ambulantes. Flores de cempasúchil tapizan las banquetas mientras las calaveras
de madera recubren las paredes. Escuchas a un trío de hombres que cantan La llorona como si, en realidad,
estuviesen invocando al espectro. Las campanas de la iglesia repican para
anunciar la misa que tendrá lugar en el panteón municipal, en la noche, cuando
las almas de los muertos viajen hacia la Tierra para encontrarse con sus
familiares e inundar las calles desbordados de una vida que se les ha
escapado. Te da vergüenza pensar que el espíritu de tu madre te verá habitando
la que antes fue su casa. Sí, solo su fantasma tendrá el privilegio de volver a verte.
¡No! No sigas pensando que ella pudo sentirte estando rígida en su ataúd de madera abrillantada; ella no pudo olerte con esa mortaja de la virgen del Carmen que le había puesto doña Marta. Tu madre no sintió nada cuando acariciaste sus manos frías, duras y resecas… ella no te vio cuando lloraste al lado de su tumba, arrepentido por haberla dejado sola.
Tragas una bola de fuego que se había formado en tu garganta, mientras te metes por la calle que te llevará hacia la casa vacía. Justo allí, en la esquina de Niños Héroes y Corregidora, se encuentra la vieja casona de adobe y puerta de acero que solo las ánimas usan. Estacionas el auto y sales al frío. Abres la puerta de la casa y dejas que las sombras te rodeen: los recuerdos te comen cada poro de la piel y te hacen estremecer. Sientes un escalofrío mientras ves el sitio en el que se encontraba la caja de tu madre durante el funeral. Allá, en aquella esquina, estabas tú llorando como un niño chiquito al que le han quitado su tesoro más preciado. Al lado de esa ventana que ves ahora estaba la mujer que rezaba en un latín mal pronunciado. Allí, por el pasillo que conduce a las únicas dos habitaciones, se encontraba el hombre ebrio que cantó el Alabado a la media noche. Parece que puedes oír su voz rasposa.
Ante la falta de electricidad, enciendes un viejo sirio encaramado en el fogón y
comienzas a limpiar un poco la cocina, sintiendo que alguien te observa desde
el techo. Tu madre estaría avergonzada de saber el tardío arrepentimiento que
te embarga.
Sales
a comprar pan… te detienen dos niños disfrazados de vampiros obesos que piden
calaverita chupando paletas rojo sangre. Les das dos pesos a cada uno, lo cual
parece disgustarles. Al regresar a la casa, te sorprende ver que el sirio se
apagó súbitamente. No piensas en que ha sido un ánima, sino el aire que se
ha colado por algún sitio. Cenas. Luego lloras ante los recuerdos de tu infancia. Le pones a mamá una
ofrenda atiborrada de flores, velas y algo de comida. Coronas el altar con una
fotografía cubierta de polvo y recuerdos. Continúas llorando. Le pides a Dios
encontrar reposo, al menos esa noche. ¿Algún día dejarás de arrepentirte por
haberla abandonado? Tomas el sirio y te dejas conducir por él hacia el cuarto
que un día le perteneció a tu hermano; ni de broma vas a meterte al de tu
madre.
Observas
los retratos de infancia de tu hermano muerto. Su mirada es amenazadora e
inquisitiva. Él desde el Purgatorio sabe lo que pasó. Recuerdas que tu mamá descansa en la
misma tumba que él. A lo mejor ella le contó todo y por eso en sus fotos parece
mirarte con ira. Intentas dormir pero tienes pesadillas con tu madre llorando sobre
su tumba; ella no va a descansar porque se quedó con ganas de verte. O, quizá,
tú eres el que no va a descansar. Despiertas. Duermes. Despiertas. Lloras.
—El asesino… —Oyes entre sueños—. Esta mañana apareció una nueva víctima. Se
trata de una chica de quince años —¿Quién diablos produce eso a mitad de la
madrugada?, te preguntas—. ¡Acérquese a
este carro de sonido y entérese de la noticia!
Abres los ojos
súbitamente y te percatas de que no es de madrugada, sino las siete de la
mañana. ¡Un viejo auto está vendiendo periódicos afuera de tu casa!
—Por solo diez pesitos entérese de lo que le
pasó a una muchacha de esta población. ¡La mataron! ¡La mataron! ¡Con cinco
puñaladas en el pecho le arrancaron la vida!
Te paras y vas a
la cocina. Acomodas la ofrenda que pusiste y que parece desordenada, como si el viento la hubiese movido. Sales a la calle, no para comprar un periódico, sino
para alejar ese aroma a panteón que parece despedir tu ropa. En la esquina,
lo primero que ves es a un hombre que vende pájaros… habías pensado que ese
oficio estaba extinto. El hombre es escuálido, alto y desgarbado. Lleva ropajes
sucios y roídos; pantalones de manta, camisa de algodón y un sombrero chueco. Su
piel es pálida, como si hubiese estado a la sombra desde hacía mucho tiempo.
Te observa con sus ojos negros y sonríe mostrando sus extraños dientes
afilados. Señala sus pájaros encerrados en las jaulas; te acercas a él y percibes un aroma a humedad.
—¿No
me compra un pajarito? —te pregunta. Un aroma putrefacto sale de su boca. Tiene
aves que nunca habías visto; algunas son de colores tan vívidos que parecen
irreales.
La que más llama tu atención es un ave que posee casi todo el cuerpo de un rico
color carmín, a excepción del negro y brillante pecho. El pájaro tiene un pico
grueso y manchado de algo rojo; te das cuenta de que había estado degustando
unas bayas de ese mismo tono sangriento.
—¿Le gusta este?
—pregunta el hombre, pero no sabes qué responder—. ¡Cien pesos! Ah, no ponga
esa cara de asustado, no puedo dejárselo más barato: este animal es rarísimo y
muy preciado. ¡Bueno, dejémoslo en ochenta! —El pajarero sonríe.
—Me
lo llevo —dijiste eso mecánicamente. ¿Por qué lo compraste? ¿Qué vas a hacer
con él? No cabe en tu apartamento y no quieres dejarlo en la casa de tu madre a
que muera solo, sin compañía alguna. Cuando le pagas el pajarillo, piensas en liberarlo al atardecer: un ave tan hermosa como esa no debería estar en
cautiverio. Regresas a casa y dejas la jaula con el ave sobre la mesa. Después
de un rato, el pajarillo empieza a entonar una suave y triste melodía. Nunca antes habías oído esos cantos que, hasta cierto punto, suenan escalofriantes. Volteas a ver el ave y te
das cuenta que, misteriosamente, está más grande de lo que recordabas.
El
pájaro ladea su cabeza y te observa. En sus ojillos oscuros notas
su deseo de libertad. Vas hasta la jaula y abres la puertilla, entonces el ave
da unos pasillos hacia el exterior. Vuela unos segundos antes de posarse sobre
su cárcel. ¿Estará enferma? Al tiempo, las campanas de la iglesia resuenan para la misa de
las diez. La misa de Difuntos será al mediodía… ¿o ya será mediodía? De pronto te sientes confundido. Contemplando el ave de alas rojas, te preguntas si el tiempo ha cambiado su
curso. ¿Aceleró? ¿Se detuvo? Absorto y un tanto mareado, te sientas sin
despegar la vista de la pintoresca avecilla que se rasca las alas con su largo
pico. ¿En qué momento pasó a tener un pico tan largo y grueso?
—¡Cinco puñaladas! Oyó usted bien… ¡Murió de
cinco puñaladas en el pecho! La muchacha fue encontrada sin vida a solo una cuadra del panteón.
El avecilla
extiende sus alas queriendo volar. Al momento, intentas ponerte de pie sin un buen
resultado. ¡Estás sujeto a la silla por una fuerza invisible! ¡No te puedes
parar!
—El asesino no ha sido capturado por las
autoridades. —El color rojo de la avecilla te encandila y te marea.
»—Mijo, me siento muy mal… estoy en casa de mi comadre, Marta. ¿Te
acuerdas de ella? Sí, mijo... Anoche sentí unos escalofríos tremendos... Soñé
con tu hermano.
—¡Este noviembre inicia con muertes! ¡Venga, compre
el periódico y entérese! Entérese de lo ocurrido con tan solo diez pesitos.
»—El doctor me dice que debo cuidarme, mijo… ¿Vas
a venir pronto?
—¡Oyó usted bien! ¡Diez pesitos!
Sigues inmóvil, observando al ave. El pájaro da extrañas piruetas en el aire antes de caer en tu pierna y mirarte. ¿De ese color fuego eran sus ojos cuando lo compraste?
»—¡Ay, Cristo bendito! ¡Mataron a tu hermano en
la plaza! Sí, en la balacera. ¡Ay, mijo, abrázame! ¡Abrázame y no me sueltes! ¡Ay, benditas ánimas del Purgatorio! ¡Madre de Dios, dame
fuerzas! ¡Lo mataron esos perros infelices!
—Acérquese a este carro de sonido. ¡Acérquese
y entérese!
»—No me queda mucho de vida. Mijo, quiero
verte. ¡Lo necesito!
El ave extiende sus
alas. Su pico es enorme; es como un cuchillo afilado que viaja de tu pierna
hasta tu pecho. Sus alas rojas brillan con una luz irreal. Primero sientes un
dolor tan intenso que gritas, pero cuando el ave vuelve a apuñalarte con su
afilado pico, sientes una parálisis total del cuerpo. Seis, siete, ocho
puñaladas… la sangre sale a borbotones de tu pecho. Tu cerebro se niega a morir
aunque tu corazón esté destruido. Mueres lentamente viendo el rostro de tu
madre frente a ti. Permaneces en la silla con una mueca de horror impresa en tu
rostro. La misma mueca te acompañará durante tu funeral y se irá junto con el
último gusano que nazca de tu interior. Tus huesos se fundirán con los de tu
hermano asesinado y con los de tu madre llorosa. Al fin la acompañarás. Mientras
tus ojos hacen apagar el último brillo de vida, el pájaro bebe de tu sangre y
se baña en ella.
»—¡Creo que me voy a morir, mijo! ¡Quiero
verte antes de que eso pase!
—… por solo diez pesitos, entérese de la
noticia. ¡Venga a este carro de sonido!
Alguien abre la
puerta de tu casa. Si estuvieses con vida, te darías cuenta de que es el
pajarero el que ha entrado; sí, es aquel hombre que te vendió el ave de alas
rojas que ahora devora tu corazón. El hombre pone un rostro lleno de extasío:
sus ojos brillan como brazas encendidas; extiende su mano llamando a su ave
favorita. El pájaro rojo deja de saborear tu sangre y alza el vuelo. El ave de
alas sangrientas regresa con su dueño que se desvanece como si nunca hubiera
existido.
—¡Entérese de lo ocurrido! Un hombre murió
asesinado de ocho puñaladas en el pecho. Sí, oyó bien: el asesino desconocido ha cobrado su
novena víctima. Se trata de un vecino de esta comunidad. Acérquese a este carro de sonido y sepa de primera mano la noticia.
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